Atiendo el teléfono y del otro lado está Ariel, aquel profe que tuve hace veinte años, cuando recién empezaba a tenerle ganas a esto del periodismo. La última vez que me crucé a Ariel fue hace un par de años, en una noche triste, llorando una pérdida.
Ariel me dice que se enteró del quilombo en Tiempo, que es todo una cagada, que quiere saber cómo estaba, cómo estoy, cómo estamos, y que cuente con él para lo que sea, para lo que necesite, para todo.
Me quedo sin palabras, esbozo un agradecimiento, la garganta seca de la emoción, un llanto atragantado que termino de soltar en el baño del diario.
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Luciano es uno de los miles de trabajadores estatales que en los últimos meses, de un día para el otro, se quedaron sin laburo.
Luciano me manda un mensaje, me pide que le pase mi CBU, que quiere hacer una transferencia, ayudarme, pasarme «algo de guita». Me ofrece mil pesos por mes. «No es un préstamo», avisa. No entiendo nada.
A Luciano lo vi dos veces en mi vida, quizá dos. Sin trabajo, con generosidad, me dice que «estamos más juntos que nunca». Y yo no tengo ninguna duda.
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«Oíme, Javi -alerta Sebastián-, decime cómo podemos ayudar. Si necesitás algo, lo que sea, ni dudes. Puedo darte una mano con lo poco que tenga. En serio».
Sebastián no lo dice, pero intuyo que ofrece plata. Sí dice que puede aportar su presencia en alguna movilización, reclamo, marcha, festival, mateada, lo que sea. Dice que puede pasar por la redacción, que quiere, junto a dos amigas en común, «dar una mano».
A Sebastián lo conozco por Twitter.
A Sebastián no lo vi nunca en mi vida.
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Lorena me manda un mensaje. Me dice que ni pregunta cómo estoy «porque es obvio», pero igual avanza: «¿Dónde se puede acercar algo de plata para el fondo común? No es mucho, pero bueno…».
Eso. Bueno.
Lorena es otra conocida de las redes sociales.
A Lorena la vi una vez sola, en un asado. Creo que entonces no cruzamos palabra.
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Ingrid es periodista y también padece el vaciamiento generado por los dueños del Grupo Veintitrés, además de la precariedad del periodismo que queda fuera del gran sistema de medios.
«Cuchame», empieza. Enseguida me dice que no me vio en el último asado en la puerta del diario, me pregunta si estoy yendo seguido a la redacción, y remata: «Si llegaras a necesitar algo, vivo a cuatro cuadras. No dudes. Eso. Beso».
Más allá de las fotos que pude haber visto en los medios y redes sociales, a Ingrid tampoco la vi en persona, ni tengo su número de teléfono, ni sé dónde vive, no le conozco los gestos.
A veces se empieza por el corazón.
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Parece como si Julieta repitiera las palabras de Lorena, pero Julieta y Lorena no se conocen, se llevan unos cuantos años, no sé si saben de la existencia de la otra.
«Te preguntaría cómo andás, pero creo que la respuesta ya la sé. Sólo vengo a preguntarte qué necesitan que acerque a Tiempo. ¿Artículos de limpieza? ¿Comida?». No sólo no vi jamás a Julieta, ni ella a mí, sino que nos «conocemos» de las redes sociales desde hace poco, muy poco, menos de dos meses, tal vez apenas uno.
«De todo corazón. Vos nada más decime. ¡Mucha fuerza!», reclama.
Fuerza.
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Conozco a Alejandro desde hace unos dieciocho años. No somos amigos. No lo fuimos. Sólo coincidimos laboralmente en un momento: yo en un trabajo, él en otro, nos cruzábamos semanalmente.
Volví a ver a Alejandro hace algunas semanas, cuando los empleados del G23 organizamos el festival solidario en Parque Centenario. Él se acercó al backstage, donde yo estaba trabajando, y preguntó por mí. Salí al encuentro. No lo veía desde hacía años. Me dijo que quería estar, ayudar, que le está pegando todo esto; me preguntó cómo estaba, cómo la venía llevando. Nos despedimos con un abrazo.
Ahora suena el celular y es otra vez Alejandro: me cuenta que se puso una óptica, que estuvo pensando cómo dar una mano y que la manera que encontró es ofreciendo eso, su óptica, sus lentes, sus anteojos, para los compañeros del diario. Que le avise, que los mande, que el que los necesite urgente los tendrá con urgencia, con sólo el valor de los materiales, lo imprescindible, nada de agregados, cero ganancia para él.
Dejo el teléfono. Es muy difícil no ponerse a llorar.
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Florencia me manda un mensaje. Otro mensaje. Me dice que pidió la devolución del 20 y 35% que le retuvieron por la compra de dólares o viajes al exterior, que la AFIP le pagó la primera cuota y que tiene plata que todavía no tocó. Textual de Florencia: «Quería que supieras que, cuando me dijeron que la podía llegar a cobrar, pensé que te diría a vos que si la necesitás, cuentes con ella». Florencia me dice que es raro, que no nos conocemos pero que quisiera poder ayudarme con algo. «Eso es lo que podría contribuir», insiste antes de avisarme que no tengo que preocuparme, que después vemos: «Me lo devolvés cuando puedas». Florencia no es periodista, o eso creo. Y si lo es, no lo sé. Tampoco sé a qué se dedica, tengo que fijarme en su perfil de Twitter para tratar de hurgar en su vida. No la conozco. No me conoce. Es raro, sí. Es una locura. Es emocionante.
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Estas cosas pasan en semanas, pocas, un puñado, desde que la situación de los trabajadores de Tiempo se hace pública, se hace carne en gente que no tiene ni la más pálida idea de mi vida, de nuestra vida.
No cobramos, no nos pagan, no nos echan, no nos dicen más que promesas vacías que jamás públicas, y entonces entran ellos, aquéllos, los otros, los propios y los ajenos, los amigos, familiares y compañeros, y los que en un suspiro podríamos llamar notengoideadequiénsosperolaputamadrequécorazónenorme
(«no tengo idea de quién sos, pero la puta madre, qué corazón enorme»).
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Emocionan estas muestras de solidaridad, de compañerismo, de humanidad. No los veo hace mucho, o los conozco poco, o no los conozco nada, absolutamente nada. Son ocho, aunque son más los que me escriben cotidianamente acercando unas palabras, un mimo, un «fuerza», otro «no aflojes», plata, comida, su trabajo, su alma. No los nombro a todos, no los identifico con apellidos para no comprometerlos. Pero saben quiénes son. Saben lo que les agradezco.
Les dije (les digo) a todos lo mismo: gracias, enormes gracias, de corazón.
Tengo la suerte de contar con una compañera que cobra un sueldo bajo, pero suficiente para aguantar los trapos, las embestidas de los precios, las facturas al por mayor; tengo una familia que puede bancarme un tiempo, ayudar con algunos gastos, con algunas cuotas; tengo amigos que todas las semanas ofrecen una cena, un asado, una invitación; tuve, también, unos ahorros que quedaron de los regalos del casamiento que nunca llegaron ni llegarán a usarse para el sillón, ni para la pintura de la terraza, ni para los estantes del “cuartito”, ni para la cada vez más postergada luna de miel.
Tampoco podrán servir para las vacaciones.
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Les dije, entonces, gracias, de corazón gracias, no estoy urgido, por ahora no lo necesito, sos lo más, no me voy a olvidar nunca de esto. Aporten al fondo común, compren algo para los demás, estén expectantes para lo que pueda necesitarse, y gracias, de nuevo gracias, ¿les dije gracias?
Gracias.
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No tengo el sueldo porque unos empresarios impunemente descarados decidieron no pagar más a nadie, nada, nunca, desde que cobramos el último 4 de diciembre. Nos deben el medio aguinaldo, los sueldos de diciembre y enero, y estamos a nada de que nos tengan que pagar (¿nos deban, también?) el de febrero.
Pero tengo todo lo demás, a todos ustedes, a todos ellos y aquellos, a otros que no menciono pero saben quiénes son, que escriben y ayudan con un mero “estoy acá para lo que necesites”.
Y como ya dije tantas veces no me alcanzan las palabras para agradecer tanto amor de la gente que me conoce y de la que no tengo idea qué hace, a quién vota, qué le gusta. Sólo sé que son de los buenos, de las buenas, de los que están de este lado del mundo, de este lado de la vida, de las (y los) que tienen
corazón.
nubecorazon