por Nico Fernández
Me estaba quemando hasta que me despertó el ruido de la lluvia, el repiquetear de los gotones contra el techo de policarbonato que cubre una partecita del patio de atrás. Me desperté con la frente, la espalda y todo el cuerpo transpirado, por la pesadilla y el calor.
El otoño, con sus aguaceros, insiste en imponerse sobre un verano que no se resigna a otros nueves meses de olvido. La combinación es insoportable: una humedad pastosa me pegotea a las sábanas arrugadas, bajo el esfuerzo de un ventilador de techo insuficiente.
Soñaba con fuego, llamas que me rodeaban mientras yo permanecía quieto, sentado en una silla en el medio del comedor de mi casa -aunque no era mi casa real-, y más llamas por todos lados. Ella, del lado de afuera del círculo naranja y ardiente que se dibujaba a mi alrededor, me hablaba sin que yo pudiera escucharla, movía la boca con desesperación sin que le saliera la voz. Me gritaba en un silencio espantoso, con el rostro desencajado de miedo y bronca. Yo, sentado en la silla sin poder ni querer moverme, como esperando con resignación ser consumido por el fuego voraz. De repente, con esa irracionalidad propia de un sueño, la escena se trasladaba a un campo oscuro y desierto. Solo pasto quemado y una noche sin estrellas ni luna nos rodeaban a mí, a mi círculo encendido y a ella. La situación, pese al cambio de escenografía, era la misma: ella me gritaba sin voz y yo solo escuchaba el silencio de ese campo negro y vacío y enorme, y el crepitar de las llamas que me rodeaban. No sentía miedo, solo calor, hasta que la lluvia me devolvió a la realidad y me desperté acá, transpirado y con la piel erizada, sin haber podido escuchar lo que ella me decía.
La puerta de la pieza está abierta, como de costumbre, y la cama queda iluminada del lado de los pies. Desparramados en el suelo hay almohadones, ropa y zapatillas. Debajo del ruido de la lluvia se escucha el zumbido agotado del motor del ventilador.
No sé qué hora será. En su mesa de luz, un vaso con agua hasta la mitad. Hace calor y tengo sed. La sequedad de mi boca cede a medida que el líquido tibio me moja los labios, la lengua, el paladar, y baja por mi garganta. Me dan ganas de tomar el agua de la lluvia, salir al patio, mirar al cielo y recibir en la cara las gotas cristalinas que se rompen contra el suelo, que apaguen cualquier fuego cerca mío. Si en la pesadilla no tenía miedo, despierto estoy aterrado. Los músculos de los brazos, las piernas y mi cuello se tensan al recordar mi incendio personal.
Me acuesto mirando al techo, quiero sacar de mi cabeza los residuos de mi pesadilla. Cierro los ojos y trato de alejar los recuerdos del campo negro y quemado, busco desesperadamente algo real y familiar a qué aferrarme, un perfume, un ruido. El olor a tostadas llega de a breves oleadas desde la cocina, seguido por el del café que, seguro, espera a ser servido. Mi cuerpo se relaja. Intento imaginar, todavía con los ojos cerrados, las rodajas de pan con semillas apoyadas sobre la rejilla de la tostadora y la jarra de la cafetera llena de café humeante, negro; dos tazas vacías sobre los dos individuales en la mesa y un repertorio de frascos de mermeladas y dulces; cucharitas, azúcar y cuchillos para untar. Deberíamos cambiar los individuales, esos que compramos sin que nos gusten y ahí siguen, a pesar del paso del tiempo, tercos, cumpliendo su función. La humedad de la mañana intensifica los olores, los sonidos, como si el aire estuviera más espeso y todo a través de él viajara más despacio, con más tiempo para ser percibido, y lo agradezco.
Despeinado y con los ojos un poco pegados, me siento en el borde de la cama. Cien años de soledad en mi mesa de luz, cuatro años en esta casa con su compañía, con su presencia y sus olores, su voz. La lluvia es más escandalosa cuando me paro y camino hasta el comedor, un dibujito animado que sigue el rastro de los aromas que me conducen a la mesa servida.
Ella está en el balcón, de espaldas a mí, parada con las manos en la cintura, mirando la lluvia, con su pijama largo y una remera que le queda grande y que es mía. El ventanal que comunica el comedor con el balcón está cerrado, pero aún así el sonido de la lluvia es abrumador porque cae con fuerza y golpea contra el techo del patio de atrás. La observo durante unos minutos mientras pienso que la humedad no afecta su pelo, aunque ella diga que se lo pone horrible. Pienso que es más linda bajo el agua que ante el fuego. Pienso también en sus gritos en silencio.
Se da vuelta y me sonríe. Me saluda con la mano y me dice algo. Sus labios se mueven, pero su voz está apagada, no la escucho.
Me acuerdo del sueño y un escalofrío baja por mi nuca hasta la espalda. Miro a mi alrededor y no veo fuego. Ella abre el ventanal y entra. Buen día, amor, ya te iba a ir a despertar, dice y yo la escucho y viene hasta mí y me besa. Hice café, agrega. Y la lluvia se detiene.