Por Florencia Luz González Orejan

 

Hace tiempo no sale el sol. Ahora estoy acostada. No sé qué hora es. La persiana está baja y, cada tanto, siento cómo el viento frío que viene desde el sur recorre toda la habitación y cala en el interior de mis huesos. Sé que está nublado porque la luz que se filtra entre los huecos de la persiana no llega a iluminar el lado derecho de la cama, donde duerme Javi. Ahí, justo en el medio, se desvanece. Estoy cansada y tengo hambre, pero no puedo levantarme. El piso aún tiene restos de cristales y a cada abrir y cerrar de ojos parecen multiplicarse; Javi barre todas las mañanas, pero siempre aparecen más.

La ventana lleva dos meses rota. Durante los primeros días, yo insistía en arreglarla; en llamar a Luis, el arquitecto del sexto, para que nos ayude con las especificaciones o, al menos, en pedir una asesoría virtual. En cada ocasión, Javi me miraba fijo durante diez segundos sin parpadear, sin respirar, sin mover siquiera un solo fascículo de su rostro. Después, tiraba la cabeza primero hacia un hombro y luego hacia el otro, cerraba su puño, lo miraba, miraba sus brazos. Pero nunca contestaba.

Poco a poco, el hueco se hizo dueño de la habitación. Los cafés que compartíamos por las noches mirando las luces de los barcos sobre el río, en el horizonte, se transformaron en la marea llenando de inestabilidad nuestra habitación de veinte metros al cuadrado. A veces, para soportar el frío, tapábamos el agujero con papel de diario, recubriendo los márgenes de la ventana y todo su interior. Javi tomaba un ejemplar, me pedía que lo extendiera y luego, parándose sobre la mesita de luz, lo desplegaba hasta que se aseguraba de que no había huecos. El ventanal quedaba repleto de publicidades, noticias trágicas y avisos que se mezclaban con el polvo de papeles que llevan tiempo sin poder salir a luz. Después de la última hoja, cuando terminaba, Javi se volteaba y mientras esbozaba una sonrisa torcida, decía: “hora de dormir, listos para ir a la cama”.

Siempre es igual, Javi se retuerce dentro de las sábanas húmedas. Suspira, da vueltas, mira el techo y me abraza. Su piel pegajosa me acurruca hacia su cuerpo. Siento cómo la transpiración de su pecho se apropia de mi espalda. Siento sus manos frías sobre mi panza. Cierro los ojos. Con su mano izquierda me agarra la pierna. Me quedo inmóvil, respiro y guardo el aire.

Ayer, cuando comenzó la tormenta, se levantó sobresaltado. Las gotas de agua habían comenzado a escurrirse entre los huecos de la persiana y desmenuzaba las nueve capas de diario. La última vez nos habíamos preparado con anticipación. Por la mañana, habíamos escuchado que se avecinaba un temporal. Javi abrió los ojos y al instante frunció el ceño. Compró cinco rollos de cinta scotch, esas de las anchas, y las pegó por todo el ventanal. Preparó café y se sentó junto a mí a observar cómo el pegamento desmenuzaba las gotas y cómo las siluetas ininteligibles de los vecinos se refugiaban del viento y del frío. Se mantuvo despierto toda la noche, y cada vez que la cinta parecía despegarse, agregaba una capa más. Esta vez fue diferente: ya no quedaba cinta y aunque la hubiésemos tenido, era muy tarde. Las gotas de la lluvia, pequeñas, se escurrían entre los huecos, y se iban apoderando poco a poco de todo lo que teníamos a nuestro alrededor: la ropa tirada, la maceta de barro, la mesa de luz, los últimos diarios. Javi, desapacible, caminó de un lado a otro, cerró sus puños y miró sus brazos. Se acercó a mí y dejó su cara a apenas milímetros de la mía.

–¿No pensás hacer nada? –susurró.

Intenté responderle. Abrí la boca. Sentí cómo la fuerza de mi voz se disparaba desde mi estómago, pero no escuché ningún sonido. Sentí la vibración de mis palabras haciendo cosquillas en mi garganta. Cerré los ojos, intenté mover mi brazo, pero el frío también había tomado mis articulaciones y, aunque lo intentaba, ya ninguna parte de mi cuerpo me respondía. Había quedado tumbada bajo las frazadas, cada vez más pesadas y más frías por el impacto del agua. Cuando abrí los ojos, vi cómo sus venas recorrían su cuerpo, escuché su pulso acelerado y sentí la sangre tomando todo su cuerpo.

El miedo, por un segundo, hizo que mi pecho ardiera en llamas.

–Quedate tranquila -dijo, y sonrió-. No es tan grave.

No sé qué hora es. El piso aún está repleto de cristales y a cada abrir y cerrar de ojos parecen multiplicarse. Javi barre todas las mañanas, pero siempre aparecen más.