No hay fanatismo alguno por la cultura incaica, sí por la gaseosa típica del Perú: la Inca Kola, amarilla flúo, sabor a chicle, dulce-punto-coma-diabético, única bebida que logró vender más que la clásica cola norteamericana, me conquistó en mis meses de trabajo limeño. Adoptada la gata, no hubo demasiadas dudas: Se iba a llamar Inca. De todos modos, la idea fue ratificada mediante una consulta popular. Para eso, acaso, existen las redes sociales.
Inca llegó a mi vida a fines de 2013, cuando apenas medía milímetros más que mi mano extendida y pesaba menos (creo) que un paquete de yerba. La gata de mi amigo Gaspar había tenido gasparcitos y entre ellos sobresalía uno que no sabíamos si era varón o nena, pero claramente era el más lindo de todos: gris, la panza, parte de la trompa y de las patas blancas y la nariz rosa. Sí, rosa. Tenía pulgas, estaba inquieta, se trepaba por los pantalones, se subía a cualquier lado. “La escaladora”, la bautizó Gaspar. Cuando tenía poco menos de dos meses, me la llevé a casa.
Temblaba, ponía cara de víctima y no se despegaba de la cama.
A veces era tan yo
Al mes, una mudanza: PH grande, cocina, dos cuartos, escalera, balcón, patio, terraza; eran (fueron) las aventuras de Inca Jones.
Día a día
Llego de trabajar y ahí está, en la puerta, esperándome; se tira encima mío, me abraza, franelea su nariz en mi cara; me mira expectante mientras cocino, mientras le sirvo su comida; si subo a la terraza, viene conmigo; me ve desde la ventana cuando estaciono el coche en la puerta de casa; llora mis ausencias; enloquece de celos cuando invito alguna amiga a comer, o cuando hay asado con amigos; me acompaña –dulce como la Inca Kola- en las tardes de series y en las noches de películas; también en las mañanas de remoloneo.
En verano, algo más independiente, pasa las madrugadas sola -o quién sabe- en los techos; en invierno se acomoda entre mis sábanas, se arrima a las estufas, se apoltrona en el sillón.
A veces es tan perro
También molesta. Siempre -siempre- está en el medio, estorbando cuando camino, cuando voy al baño, cuando limpio los platos, cuando lavo-cuelgo-ordeno la ropa; salta de acá para allá cuando tiene ganas de jugar; muerde y, si me extraña, araña; se cuelga de todos los hilos que cuelgan; se abalanza sobre cada cosa que hace ruidos extraños; mete la cabeza en cualquier plato, se roba la comida; se pierde, se escapa, vuelve, o hay que buscarla.
Demanda mucho: cariño, atención, mimos, comida, juegos. Atención, eso quiere; mi atención. Cuando tiene todo, cuando ya soy todo de ella, cuando me dispongo a dejar de trabajar, cocinar, leer, ordenar, limpiar, se le pasa; no necesita nada. Se vuelve arisca, pasa a ser ella misma, para ella y nadie más.
A veces es tan perra
Atravesar la convivencia es casi tan complicado como superar las miradas ajenas y las acusaciones de decidiste-ser-solo-para-siempre que conlleva la adopción de una mascota habitual en las tías sin amor. Tiene, como todo, sus regocijos y sus hartazgos. El equilibrio es, siempre, la dificultad.
Los que alguna vez vivimos con alguien, o quienes conviven hoy acompañados, saben que no es fácil. Con una pareja, con padres, con hijos, con amigos; con mascotas. Tampoco es fácil ser solo. Los pesimistas dirán que la condena de soledad, o de la mascota como única compañía, es inevitable; que la loca de los gatos será, en algunas décadas, un loco, hombre solo, con una casa grande y una reina, Inca, acomodada en su cálido trono de plumas. Los optimistas preferimos compararnos con Cortázar, que tuvo en su gato Teodoro W. Adorno apenas un detalle biográfico.
Nota publicada en la revista Victoria Rolanda, el 2 de junio de 2014.