1091113_10151765695610516_1770462287_oCanadá, hasta acá, parecía otro mundo. Y dentro de este mundo hay un submundo llamado Québec city, capital de la provincia homónima, un pequeño paraíso de empedrado, castillos y casas con marcos de colorida madera, peatonales y palacetes, escaleritas y funicular, coqueto puerto y verdes parques.

Québec, como otras antiguas ciudades de arribo colonial -en este caso, francés-, está rodeada por una gran muralla. Un par de días bastan para darle la vuelta, aunque se puede ir y volver, regresar y volver a pasar por las mismas calles sin cansarse, para encontrar cada vez nuevos detalles por reconocer, para mirar a la gente pasar con ese andar pacífico y el tono afrancesado que enamora.

1098427_10151761855300516_127072532_nSe puede comer comida francesa, o internacional, en restaurantes y puestos de calle, sentarse a ver la vida pasar o leer un buen libro en alguno de los cientos de bancos que hay esparcidos por todos lados. Recorrer plazas y paseos turísticos, ver -como en todo este país- gente al trote por la calle, haciendo deporte, y sorprenderse más: hay hasta huertas orgánicas en medio de plazas públicas, aromáticas y hortalizas señalizadas, perejil, zapallo, tomate, romero, inexplicablemente a metros de un hombre de bronce, algún héroe civil de otras épocas que se entremezcla con la vida moderna.

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El aire parisino se respira en varias calles y esquinas, pero también en los bares y restaurantes. Québec tiene los típicos cafés franceses, como los puestos en las calles y los locales de categoría como Le Continental, un reducto de gala y comida de primer nivel, recomendado por grandes chefs y con una atención casi personalizada.

67644_10151762238515516_1193518155_nPero, claro, para primer mundo tenemos a la Argentina (?). Así que nos fuimos a comer unos crepes a Casse-Crepe Breton. Hay que tener paciencia. Mucha. La atención está al borde del colapso. Unas ocho muchachas atienden todo de manera rotativa: una en la caja, otra en la barra, dos en las mesas, dos en la cocina, dos en la plancha para hacer los crepes, y después de un rato cambian posiciones. A fin de cuentas, después de la cola de cuarenta minutos, de los veinte para esperar a que atiendan, de la atención, de que trajeran los platos, de que cobraran, ya nos habían atendido todas. El chocolate caliente, recomendadísimo. El lugar, lindo e interesante, bien ambientado. La atención, a pesar de la lentitud, buena. El crepe, eso sí, no le llega a los talones al original Carlitos de Villa Gesell…

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Una pasarela de tablones de madera recorre la orilla del río, sube unos cuantos metros, agotadoras y empinadas escaleras, y se mete de lleno en lo que fue el fuerte principal de la antigua colonia, hoy típico museo de ocasión. Alrededor de éste, otro enorme parque, el césped tan verde que parece pintado, rodeado de árboles y flores, de senderos de tierra apenas húmeda, de prados elegantes que desembocan en una calle, tal vez la primera de este submundo, calle sin salida que -ahí abajo, ya sin adoquines-, adorna el paisaje con sus casas con faroles en las puertas y balcones en la planta de arriba.

1149423_10151765695805516_1181967891_oEl sol se pone a un costado, del otro lado de la ciudad, al fondo del río interminable, pero retumba en todo el cielo y pinta el cuadro perfecto. Si Québec es linda de día, de noche enloquece por su simpleza colonial, sus luces y sus colores, los mismos de la mañana y de la tarde pero con renovados tonos, contrastes y sensaciones.

Y no alcanzan las palabras: hay que conocer Québec y no morir en el intento por volver.